Cuento de John Cheever: Una mujer sin país

Cuento, John Cheever, Una mujer sin país
Venecia. Fuente de la imagen

Cuento de John Cheever: Una mujer sin país

La vi aquella primavera en Campino, con el conde de Capra -el que lleva bigote-, entre la tercera carrera y la cuarta, bebiendo Campari junto a las pistas del hipódromo, con las montañas a lo lejos y, más allá de las montañas, una masa de nubes que en América hubieran significado una tormenta para la hora de cenar capaz de derribar árboles, pero que allí terminaría por quedarse en nada. Volví a verla en el Tennerhof de Kitzbühel, donde un francés cantaba canciones de vaqueros ante un público que incluía a la reina de Holanda; pero nunca la vi en las montañas, y no creo que esquiara; iba allí, al igual que tantos otros, para estar con la gente y participar en la animación. Más tarde la vi en el Lido, y de nuevo en Venecia algo después, una mañana en que yo iba en góndola a la estación y ella estaba sentada en la terraza de los Gritti, tomando café. La vi en la representación de la Pasión de Erl; no exactamente en la representación, sino en el mesón del pueblo, donde se suele comer aprovechando el intermedio, y la vi en la plaza de Siena con motivo del Palio, y aquel otoño en Treviso, cuando cogía el avión para Londres.

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Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia: “El nadador”, de John Cheever

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan “Anoche bebí demasiado”. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

Cuento breve recomendado: «Reunión», de John Cheever

El reverso moderno de Ulises y probablemente el nadador más cinematográfico es Neddy Merrill (con permiso del Tarzán de Johnny Weissmuller). El escritor John Cheever inventó este personaje de la sociedad norteamericana que explora las piscinas de su condado en una suerte de peregrinación acuática que le conduce a una realidad hiriente. Merrill —un trasunto de su autor— nada hasta llegar a su casa deshabitada y triste. También a Cheever le gustaba nadar en piscinas heladas y emborracharse en ellas.

María Jesús Espinosa

Un cuento de John Cheever

Reunión, un cuento de John Cheever

La última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano. 

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