«Señora de pueblo», por José Luis Alvite
También supuse de niño que con el paso del tiempo tal vez me sonriese la inmerecida fortuna de tener talento y que en ese caso rezaría para que Dios me permitiese al menos la inteligencia que iba a necesitar para disimularlo. A la muerte de mi padre, en el 91, me puse sus calzoncillos, salí a la calle y me sentí más seguro de mí mismo de lo que nunca antes había estado, de modo que se reafirmó mi la lejana idea infantil de que del aplomo de un hombre su ropa interior dice más que cualquiera de sus lecturas. Ahora soy mayor, tengo en el rostro la carpintería del cansancio y si se me diese por llorar, sé con toda seguridad que por culpa de mis rasgos ni una sola lágrima llegaría a salarme la boca. Con el paso de los años he aprendido a llamarle serenidad a la resignación y estoicismo a la cobardía.