Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.
-¿Te has quedado sin gasolina? -pregunté.
-Sí -respondió.
-Sube.
Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.
Antes de que hubiera terminado de desenvolver el regalo de cumpleaños, sonó dentro del paquete un timbre: era un móvil. Lo cogí y oí que mi mujer me felicitaba con una carcajada desde el teléfono del dormitorio. Esa noche, ella quiso que habláramos de la vida: los años que llevábamos juntos y todo eso. Pero se empeñó en que lo hiciéramos por teléfono, de manera que se marchó al dormitorio y me llamó desde allí al cuarto de estar, donde permanecía yo con el trasto colocado en la cintura.
El otro día, en el contestador automático de mi teléfono, una voz angustiada había dejado el siguiente mensaje: «Mamá, soy yo, Cristina, que si puedo cenar hoy en tu casa, sólo te llamo para eso, para saber si puedo cenar contigo esta noche, avísame, por favor, no dejes de avisarme estaré toda la tarde aquí, soy Cristina».
Evidentemente, no soy la madre de Cristina, así que se quedó sin cenar la pobre, y yo también, pues no fui capaz de freír un par de huevos conociendo el drama de esa pobre chica. Algunas voces anónimas son como microorganismos que te infectan el día, y no hay Frenadol que las pare.
Hace años cultivé el método ciego de escritura a máquina, y aunque nunca logré teclear más de dos palabras seguidas sin cometer un error, conseguí llegar con los ojos cerrados hasta la cocina y regresar sin un sólo tropiezo. No aprendí a escribir, pero practiqué la invidencia con resultados notables. En los hoteles, por las noches, no necesito encender la luz para llegar hasta el cuarto de baño, y por mi casa me muevo a oscuras sin problemas, lo que, siendo bueno para mi fotofobia, no resolvió mis problemas con la mecanografía.
Quizá por eso durante mucho tiempo me manejé con bolígrafos de punta fina que se adaptaban perfectamente al ritmo de mi pensamiento. Los días en los que amanecía torpe, la bola de tinta discurría a trompicones, como si fuera obligada a rodar por una superficie irregular. Pero cuando mi capacidad asociativa estaba a pleno rendimiento, la punta del bolígrafo se deslizaba a lo ancho de la cuartilla como un patinador de un extremo a otro de la pista de hielo.
Juan José Millás es autor de los articuentos, esos escritos a medio camino entre el artículo periodistico y el cuento (obviamente, de ahí el neologismo «articuento»).
Os dejo aquí uno de ellos.
Articuento de Juan José Millás: Lo real
Una chica estadounidense se tomó por juego una Viagra y tuvo una erección fantasmal.
Pese a que los médicos han advertido que cuando el miembro permanece en tensión más de cuatro horas seguidas hay que acudir a un servicio de urgencias para evitar daños irreparables en el tejido de la uretra, la joven no fue al hospital hasta el tercer día, presa ya de unos dolores insoportable en el pene hipotético aparecido tras la ingestión de la pastilla eréctil. Dado que los facultativos no sabían cómo detener aquella erección inexistente, pasaron todavía unas horas preciosas antes de que al jefe de urología se le ocurriera proponer a la chica una eyaculación fantasmal para acabar con aquel caso de priapismo extravagante.
Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían. Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro.
Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz.
A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez, por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús sin haberlo leído.
Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitarse a diario.
Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes.
Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la página 50 o la 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez.
El microrrelato, ¿género emblemático del siglo XXI?
Puede que la afirmación, últimamente tan extendida, de que el microrrelato es el género emblemático del siglo XXI no sea incorrecta del todo. Aunque esté muy lejos de ocupar el trono de los libros más vendidos (reservado por tradición a la novela y por contagio a ciertos métodos para perder peso), en Internet campa a sus anchas. La difusión que recibe hoy día en la Red es superior a la que recibe cualquier otro género. Aceptémoslo: si ladran es porque el microrrelato cabalga.
Pero creo que esa atención masiva a este nuevo género (que en realidad es tan antiguo como el de las primigenias historias orales) está sustentada, con las obligadas excepciones, no en el gusto artístico de sus autores por la brevedad y la elipsis narrativa sino en el gusto supremo por darse al prójimo de manera cómoda. Inconscientemente se ha llegado al convencimiento de que el ejercicio de escribir un microrrelato está, como el microondas de nuestras cocinas, al alcance de casi cualquiera: no hace falta más que estirar la mano y pulsar un botón… ¿Acaso no nos pasamos la vida contando pequeños sucesos, en prosa, previo filtro –excluyamos de este apartado al cansino de turno– de los detalles innecesarios? Son muchos los que piensan que llevar al papel alguno de esos sucesos, más o menos imaginarios, más o menos reales, es solo un paso más en el ámbito de la comunicación.
Género de diletantes. Esta última idea tiene una gran dosis de verdad, porque quitando los ejemplos obvios que todos tenemos en la cabeza y que sin duda se esgrimirán en mi contra, es evidente que los microrrelatos son un género propio de diletantes. He leído microrrelatos de buenos escritores y otros escritos por desconocidos: es imposible notar la diferencia.
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