Juan Rulfo. Las sombras y los murmullos del mundo rural mexicano

Juan Rulfo

De aquel triste lugar le quedó como recuerdo la dureza de la disciplina propia de un sistema carcelario y, como resultado, una propensión a padecer profundas depresiones, que nunca le abandonaron. En palabras suyas: “Fue una de las épocas en que me encontré más solo y donde conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar”.

Pedro Páramo, de Juan Rulfo

Pedro Páramo, Juan Rulfo

El fragmento escogido en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, es para mí como el esbozo de una pintura magistral que no se ha realizado todavía. El conjunto de frases y palabras esparcidas en el texto más parece el bosquejo sinuoso del entorno que será en más parte estelar del proceso narrativo. El espacio físico del lugar (¿Comala?) pone el marco indicado que contextualiza la historia. La descripción de los momentos es el hilo conductor del relato.

El llano en llamas, un cuento de Juan Rulfo

Juan Rulfo

Juan Rulfo es una rareza dentro del mundo editorial. Fue un reputadísimo autor, uno de los más importantes del siglo XX, pese a que solo publicó dos libros de corta extensión: Pedro Páramo (novela) y El llano en llamas (relatos). Podría decir que pocos escritores han conseguido tanto con tan poco (entiéndase que me refiero a la extensión).

El llano en llamas fue publicado por primera vez en la revista América, en 1950, y tres años después en formato libro por el Fondo de Cultura Económica (Ciudad de México). La antología original estaba compuesta por quince narraciones, algunas de las cuales ya hemos leído en Narrativa Breve, como LA CUESTA DE LAS COMADRES, MACARIO o ¡DILES QUE NO ME MATEN!, a las que se sumarían otras dos a partir de 1971: EL DÍA DEL DERRUMBE y LA HERENCIA DE MATILDE ARCÁNGEL.

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McDermott, entre la vida y la muerte

Patrick McDermott y Olivia Newton-John.
Patrick McDermott y Olivia Newton-John. Fuente de la imagen

 

Patrick McDermott, el novio de Olivia Newton-John, no estaba muerto, estaba de parranda, viviendo en Sayulita, una pequeña población surfera del Pacífico mexicano. Dice el librero local de San Pancho, el pueblo de al lado, que “es el lugar ideal para hacerse el muerto. Yo tengo un amigo aquí que ha muerto tres veces porque le debía dinero al banco”.

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Entrevista a Rubén Abella, autor de la novela ‘California’

 

Entrevista a Rubén Abella
Rubén Abella. Imagen cedida por el autor

LAS ENTREVISTAS DE NARRATIVA BREVE

Rubén Abella

California (Menoscuarto, 2015)

Por Francisco Rodríguez Criado

California comparte temas con el resto de mis ficciones. Me refiero, por ejemplo, a las falsas apariencias, la identidad, la dificultad del ser humano para comunicarse, el poder de la palabra, el amor, la culpa, la felicidad y, como ya dije antes, la memoria. También comparte con ellas una voz, me parece a mí, una forma de contar que a los lectores puede resultarles reconocible. Se diferencia de ellas, además de por su absoluta contemporaneidad —la trama central empieza en octubre de 2010 y acaba en abril de 2014—, por la manera en que está construida. Mientras que mis otras novelas hacen uso de la fragmentación y de distintos puntos de vista para generar mosaicos narrativos, en California el narrador casi no se separa del protagonista. Lo sigue muy de cerca, con escasos desvíos, desde la primera página hasta la última.

R.A.

Rubén Abella (Valladolid, 1967), licenciado en Filología inglesa, es autor de varias novelas (La sombra del escapista, 2003. Premio de Narrativa Torrente Ballester; El libro del amor esquivo, 2009. Finalista Nadal; Baruc en el río, 2011) y de un par de libros de microrrelatos (No habría sido igual sin la lluvia, 2007. Premio Vargas Llosa NH, y Los ojos de los peces, Menoscuarto, 2010).

Hoy charlamos con él para que nos dé algunas pistas sobre su última publicación, la novela California, publicada recientemente en Menoscuarto.

 

Francisco Rodríguez Criado: Mientras leía California no pude evitar pensar en La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. Son obviamente dos novelas muy diferentes, con su propio estilo, pero ambas narran el inesperado ocaso de dos hombres de éxito y en ambas se desencadenan los acontecimientos a partir de un suceso a priori nimio: en la primera ese suceso se produce cuando el rico corredor de Bolsa Sherman McCoy, que ha ido al aeropuerto a recoger a su hija, una vez de regreso a casa se equivoca de carretera y acaba en el Bronx. En California, el suceso nimio que marca el inicio de la decadencia comienza con la aparición de un par de preservativos olvidados en la maleta de César O’Malley, otro hombre de finanzas que tiene todo lo que podría desear: una esposa que le quiere, dos hijos y una carrera profesional brillante. ¿Qué te llevó a escribir una novela sobre este moderno héroe caído en desgracia y en qué medida podría ser una revisión de la hoguera de las vanidades como tema?

Rubén Abella: California y La hoguera de las vanidades son, como bien dices, dos novelas muy distintas, con estilos y metas dispares. También entre sus protagonistas hay claras diferencias. Sherman McCoy —el personaje de Wolfe— es un multimillonario petulante y adúltero —de hecho, creo recordar que quien lo acompaña en el coche en el arranque de la novela no es su hija, sino su amante— mientras que César O’Malley —mi personaje— lleva una vida irreprochable. Pero es cierto que ambas historias comparten la idea de fondo, para mí central, de que el ser humano, por mucho que se empeñe en creer lo contrario, tiene escaso control sobre las cosas que le ocurren en la vida, independientemente de su riqueza, inteligencia o estatus social. En ese sentido, el de la insignificancia de nuestras ambiciones, ambos libros pueden considerarse versiones literarias de la lapidaria frase del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo vanidad.

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Cuento de Juan Rulfo: La Cuesta de las Comadres

Cuento, Juan Rulfo, La Cuesta de las Comadres
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Cuento de Juan Rulfo: La Cuesta de las Comadres

Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.

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Juan Rulfo, analizado por Carlos Monsiváis

Para Rulfo, la mayor hazaña moral de los hombres de esta provincia y este campo, es la creación de un habla llena de sugerencias, vivificadora de arcaísmos, enormemente expresiva, ordenadora de la psicología, parte incluso del mobiliario. Y el habla rulfiana es el hilo que va resumiendo, con la sabiduría de los refranes milenarios que recién se inventan, el cierre de las posibilidades agrarias, la miseria, el aislamiento geográfico, los caciques, el abandono del Centro, la ausencia de conocimientos técnicos, las supersticiones, el fanatismo, el encierro y la humillación de las mujeres.

Cuento de Juan Rulfo: Acuérdate

Cuento de Juan Rulfo: Acuérdate

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el «rezonga ángel maldito» cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos «el Abuelo» por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.

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Cuento de Juan Rulfo: Es que somos muy pobres

 

cuento, Juan Rulfo, Es que somos muy pobres
Juan Rulfo. 

 

ES QUE SOMOS MUY POBRES, un cuento de Juan Rulfo 

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos ente­rrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llo­ver como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin dar­nos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un mano­jo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le re­galó para el día de su santo se la había llevado el río.

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el es­truendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumban­do el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazo­nes y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se no­taba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta. A la hora en que me fui a asomar, el río ya había per­dido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tama­rindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque aho­ra ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

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