El ocaso de las Humanidades

Dice el erudito George Steiner que para enseñar literatura hay que tener un punto de iluminado. Tiene razón. He tenido profesores de ese tipo –de literatura o de otras materias–, hombres y mujeres que se dirigían a la clase imbuidos de una pasión incontrolable, los ojos vidriosos, a punto de levitar por la emoción. Estos profesores nos hacían creer –quizá fuera cierto– que estábamos asistiendo a un capítulo singular de la Humanidad mientras nos explicaban los avatares de la Revolución Rusa, las últimas malandanzas de los dioses de Homero o la resolución de una raíz cuadrada. Era su pasión desbordada más que el interés intrínseco por las materias que impartían lo que conseguía que algunos perezosos como yo apartáramos por un instante nuestra atención en las musarañas y la dirigiéramos hacia sus arrebatadas enseñanzas. En aquellas clases enardecidas, febriles, había mucho de enseñanza pero también de arenga: inconscientemente nos incitaban no solo a apasionarnos por su asignatura sino por el conocimiento en general.

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