Microrrelato de Manuel Pastrana Lozano: La cojera de Dios

 

Vulcano, la cojera de Dios
Vulcano, dios del fuego. Fuente de la imagen

Hace unos cuantos millones de años empezaron a circular rumores insidiosos entre los infinitos planetas que se creaban entonces en el universo. Para explicar el desorden y el caos existentes en la infinitud del cosmos, una teoría corriente  era la que afirmaba que una esquirla perdida durante el big bang, la gran explosión inicial del universo, había rebotado como un balazo cósmico en una de las piernas de Dios, dejándolo cojo y desorientado. No se sabía con certeza en cuál de ellas, y para evitar suspicacias no se atrevían a escoger entre la izquierda o la derecha. Desde esa fecha, el Gran Creador habría extraviado su rumbo y desencadenado la incertidumbre y la sospecha para explicar los misterios del universo y los tantos por qué y para qué, incluso en el planeta Tierra.

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Tres microrrelatos de María Paz Ruiz

Bandera argentina

 

TRES MICRORRELATOS DE MARÍA PAZ RUIZ 

ARGENTINO
Abrió la boca por primera vez, una rabiosa boca gigante que tronó como el eco primigenio de la humanidad. Le dijeron que era varón, argentino, y que su ictericia se desvanecería bajo un chorro de sol. De adolescente recorrió manglares infestados de lagartos y trochas casi líquidas, y se convirtió en el primer traductor del balinés al kurdo. Harto de pensar en dos idiomas diminutos, se hizo catador de nieve, pero después de haber conseguido ver y saborear los cuarenta tonos que tiene el blanco, pegó un grito y se transformó en imitador de insignes muchachas pelirrojas que no fueran irlandesas. Consiguió tener una piel tan curtida como un pollo asado y así reírse de la ictericia, cambió su sexo por uno que pudo comprar, más aplastado y misterioso; pero jamás pudo dejar de ser argentino.

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Microrrelato de Francisco Rodríguez Criado: «El mal y sus orígenes (Una explicación hipotética)»

Hubo un tiempo remoto en que los hombres buenos iban a prisión. Sólo los hombres buenos. Los malos eran precisamente quienes dictaban las sentencias. Todos en la comunidad eran grandes pecadores, y por eso no podían consentir que los otros –esa minoría a quienes hemos venido a llamar honrados, píos o incluso santos– se descarriaran del sano hábito de pecar.