Los inicios literarios de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez

Casa paterna de Gabriel García Márquez (en Arataca)Mapa de Macondo

Los inicios literarios de Gabriel García Márquez

Por Ernesto Bustos Garrido

La confesión es clara y no deja resquicios para dobles o triples lecturas. Gabriel García Márquez ha dicho que cuando tenía 23 años realizó un viaje a Aracataca con su madre y que dicho viaje fue crucial para él. Durante el viaje o a su regreso a Barranquilla donde vivía, decidió que sería escritor o nada más. En ese momento ya había publicado dos o tres relatos, con relativo éxito de crítica y la algarabía de sus amigos, entre ellos Álvaro Cepeda Samudio, Plinio Apuleyo Mendoza, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y el librero catalán –su maestro y su tabla de salvación en los apuros económicos– Ramón Vinyes. Estudiaba derecho sin mucho afán porque lo suyo era la lectura de todo lo que caía en sus manos, los café y las camas ardientes donde ya se había condecorado con un par de purgaciones. Es un joven que viste vaqueros, camisas floreadas, calza sandalias de peregrino como él mismo lo describe, lleva el pelo ensortijado, bigote de cimarrón y fuma sesenta cigarros al día. De pronto decide abandonar o congelar sus estudios para hacerse periodista y concentrarse en la tertulia y el dolce far niente.

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García Márquez, Gallego, Galicia
Gabriel García Márquez. Fuente de la ilustración.

EL GALLEGO GARCÍA MÁRQUEZ

Sorprende leer las reiteradas afirmaciones de Gabriel García Márquez sobre sus antepasados gallegos, pero ahí están, en artículos o en declaraciones, como las anotadas por su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982). «Mis abuelos eran descendientes de gallegos, y muchas de las cosas sobrenaturales que me contaban provenían de Galicia», decía García Márquez. Y, por si quedaba alguna duda, tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 1982 confesó que había escrito Cien años de soledad (1967) «usando el mismo método de mi abuela», es decir, el de narrar las historias más extraordinarias, inverosímiles y conmovedoras con la «cara de palo» con que las contaba su «abuela gallega», Tranquilina Iguarán Cotes. Descubrió entonces que ese modo imperturbable de contar y esa riqueza de imágenes era lo que más podía contribuir a la verosimilitud de sus historias.

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