
Cuento de Primo Levi: Azufre
(Traducido por Carmen Martín Gaite)
Lanza sujetó la bicicleta al bastidor de hierro, selló su cartulina, entró en el cuarto de la caldera, puso en marcha la mezcladora y le dio al fuego. El chorro de nafta pulverizada se encendió con un estallido violento y una pérfida llamarada surgió detrás. (Pero Lanza, que ya conocía aquel horno, se había retirado a tiempo.) Luego siguió ardiendo con un fragor respetable, tenso y pleno, como un trueno continuo que se superponía al pequeño zumbido de los motores y las transmisiones. Lanza estaba todavía muerto de sueño y del frío que acompaña a los despertares repentinos. Se quedó acurrucado frente a la caldera, cuya llama roja, en un sucederse de fugaces resplandores, hacía bailar su sombra enorme y agitada contra la pared de atrás, como en un cine antiguo.