
Como ha dicho Ana Mª Pérez Cañamares, Quim Monzó es un creador en el sentido más estricto de la palabra, porque, para él, el lenguaje es un material maleable con el que, sin ninguna solemnidad, juega, explora y provoca. Como un hábil maestro de las capas profundas de la lengua y de los más escondidos estratos significativos, también juega con el lector, que, a veces, se encuentra leyendo con una leve sonrisa de connivencia sin darse cuenta de que lo que tiene entre sus manos -como sucede con “redacción-, es una bomba de relojería que explota en el último momento, cuando al fin tiene conciencia del desajuste entre la realidad narrada y el lenguaje narrativo.
El profesor ha puesto como tarea a sus alumnos una redacción que responda al título “Qué hice el domingo”. En ese marco textual y comunicativo, perfectamente reconocible, el receptor del texto habría de ser únicamente el maestro que ha pedido a sus alumnos este deber escolar para realizarlo en casa y entregarlo el lunes al llegar a clase. Y, sin embargo, el lector del cuento de Monzó es quien se convierte en narratario accidental de un texto aparentemente ingenuo, escrito por el autor catalán como un divertimento de imitación de la manera de contar simple y totalmente inocente propia de un escolar. Pero, poco a poco, al darse cuenta de la carga de profundidad subyacente, el desprevenido lector traspasa la situación comunicativa inicial y elabora su propia interpretación. En definitiva, todo el cuento contrapone la visión que el niño tiene de la realidad y la del lector adulto que va entendiendo los sucesos narrados de manera muy distinta a como lo hace el inocente narrador de la redacción.