Al contrario que su hermanito (señor Mario), ChicoChico no sabe lo que es un cuento. Por falta de madurez intelectual es incapaz de seguir una historia. No sabría –no sabe– disfrutar los tesoros escondidos de la presentación, el nudo y el desenlace, no puede empatizar o renegar de los personajes, no conoce muchas de las palabras –se atasca, sobre todo, con los verbos–, no experimenta cambios emocionales con los giros ni entiende la peripecia narrada. En resumen: se pierde entre tantas palabras.
No cambiaré por mil cromos tu cara ni por diez mil juguetes la bondad con que miras. Prefiero tu sonrisa a un caballo de oro y un gesto tuyo de felicidad a las fiestas. Mejor es tu palabra confiada que el discurso de un sabio y tu apretón de manos que el regalo de un príncipe.
Hoy es un día feliz. El Diario Down, en versión libro, es ya una realidad. Al nacimiento del libro se suma otro nacimiento –más meritorio, si cabe, por valiente–, el de la editorial Tolstoievski, con sede en Alicante, un proyecto del escritor y buen amigo Ralph del Valle. Es a él a quien hay que agradecer que mis anotaciones sobre mi hijo Francisco “Chico” puedan leerse en una cuidada y hermosa edición de 124 páginas.
Dieciocho meses después de su nacimiento, no debería sorprenderme en absoluto su conducta ejemplar. Y, sin embargo, sigo haciéndolo; quiero decir: sorprenderme.
Esta mañana, sin ir más lejos, Chico nos ha dado una nueva lección de actitud. Estaba despierto desde muy pronto (dos trabajadores han venido a casa para desinstalar un viejo toldo de la fachada al que se accede desde al salón), y apenas nos ha dado tiempo a darle el desayuno justo antes de partir hacia el estudio de fotografía de mis amigos Rosa Isabel Vázquez y José Antonio Fernández, propietarios de la escuela fotográfica La Máquina, con quienes teníamos una cita para realizar una sesión de fotos.
Cartel informativo de los concursos literarios para personas con el síndrome de Down. Fuente de la imagen
La Fundación Down Madrid me ha enviado las bases de este concurso literario, en diversas modalidades (poesía, cuento, cómic), al que pueden optar las personas con el síndrome de Down.
Y aquí podéis consultas las bases para otro concurso (de microrrelatos), organizado igualmente por la Fundación Down Madrid.
Fecha límite de la entrega de los trabajos: 27 de febrero de 2015.
El niño con síndrome de Down está capacitado para hacer muchas cosas. Puede correr, jugar al fútbol, tocar un instrumento musical, leer cuentos, hacer felices a sus padres (faltaría más). Y con mucho empeño y disciplina acabará por mantener limpia su habitación y en un futuro podrá ser concejal o incluso ministro. En fin, un niño con el síndrome de Down puede hacer, a su ritmo, muchísimas de las cosas que hace un niño cromosómicamente normal. Puede hacerlo… si le dejan sus padres. Los especialistas suelen alertar a los progenitores de los más que posibles problemas que conlleva mimar a un niño down. Exigirle poco, mantenerlo entre algodones, hablar bajito para que el niño no sufra la menor contaminación acústica significa añadirle a la larga un rango mayor de discapacidad. Conclusión (con mis palabras, no con la de los especialistas): padres blandos, hijos tontos.
Hoy, en la sala de espera de la consulta de cardiología del hospital, mientras espero escuchar por el altavoz el nombre y apellidos de mi hijo. Sé que voy a pasar toda la mañana entre médicos, un día más. Una forma como otra cualquiera de terminar la semana, una forma como otra cualquiera de comenzar el mes de agosto.
Estoy leyendo la novela de un escritor español consagrado. Una novela notable y premiada (creo que con motivos) en la que el personaje-narrador, al parecer trasunto del propio autor, escribe al hilo de sus pensamientos. Unos pensamientos enrevesados que suponen –o al menos lo intentan– un acto de exorcismo personal, una suerte de autoanálisis casero que echa mano de la escritura para ahorrarse las facturas del psiquiatra. Son pensamientos similares, con todos los matices que podamos encontrar, a los que me asaltan desde que tengo uso de razón. En definitiva, una novela digna con la que combatir la rutina hospitalaria a la que estoy sometido desde hace más de un año y que ha sido especialmente virulenta en los últimos meses.
Al doctor Juvenal Rey Lois y al equipo de cardiología y de la REA del hospital La Paz, Madrid
En el primer examen tras la intervención, el doctor nos ha dado –por así decirlo– el alta definitiva y su bendición. El niño está sano y radiante, ha determinado, “y ahora lo que toca es hacer vida normal. El niño y vosotros, que lo habéis pasado mal desde que nació”.
Cierto, tenemos que hacer vida normal, me digo, pero no puedo evitar pensar en ese buen hombre que ha fallecido este fin de semana en El Retiro cuando jugaba con sus hijos. El hombre, un militar de treinta y ocho años que había pasado por Bosnia y El Líbano, estaba haciendo vida normal con sus retoños un sábado cualquiera en un parque cualquiera, pero la rama podrida de un árbol decidió tomar excesivo protagonismo y cambiar el guión de la película, la suya y la de su familia.
Da gusto contemplar, por primera vez en tres semanas, la casa en orden y con todo en su sitio: la ropa bien planchada en los armarios; el frigorífico lleno de alimentos como si se aproximara la Tercera Guerra Mundial; las camas bien hechas deseosas de dar un respiro a nuestros agotados cuerpos; los edredones, bien doblados, guardados ante la previsible llegada del calor; los nuevos libros colocados en las baldas de las librerías; las perras dormidas tras el largo paseo por el parque
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