Hoy damos un cuento del escritor sueco Stig Dagerman, «el anarquista melancólico«. Dagerman tuvo una vida corta: se suicidó en 1954, cuando solo tenía 31 años.
La Sociedad Stig Dagerman entrega todos los años un premio literario, que ya han recibido escritores como J.M.G. Le Clézio o Eduardo Galeano entre otros muchos.
El escritor Stig Dagerman, la joven estrella de las letras suecas, tenía treinta y un años cuando se suicidó. El anarquista melancólico y anti-romántico -así lo designa Pablo Martínez Zarracina, a quien sigo y resumo en esta introducción- era un raro ejemplar político, asiduo a los círculos libertarios y demasiado inteligente para dejarse llevar por la propaganda. En 1946, con los campos de Europa todavía humeantes, arremete contra Adam Smith, contra Churchill y contra el Papa, pero también contra Marx y Stalin. Casado en primeras nupcias con una hija de emigrantes españoles, su visión de la Guerra Civil Española recuerda en algo a Orwell. “En España, entre 1936 y 1939, el anarquista era considerado tan peligroso para la sociedad que se le disparaba desde ambos lados, no estuvo expuesto solamente, de frente, a los fusiles alemanes e italianos sino también, por la espalda, a las balas rusas de sus aliados comunistas”.
En los cinco años que van de 1944 a 1949 escribió cuatro novelas, cuatro obras de teatro, un libro de relatos, un reportaje sobre la Alemania de posguerra y cientos de artículos, crónicas y poemas. Fue un breve periodo de escritura, pero suficiente para conseguir el éxito hasta el punto de ser declarado heredero de Strindberg y comparado con el mismo Kafka. A partir de 1950 se fue desmoronando, sumido en una profunda crisis y de entonces son estas palabras suyas: “La depresión es una muñeca rusa y en la séptima muñeca hay un cuchillo, una hoja de afeitar, un veneno, unas aguas profundas y un salto al vacío”.
En pocos autores se da la combinación de sensibilidad exacerbada y capacidad de análisis que encontramos en él. Como cualquier gran escritor, el autor sueco es, ante todo, un punto de vista, pero se diría que él es algo más: un temperamento, una peculiar energía que amalgama valores aparentemente antagónicos como la fragilidad y el arrojo, el genio y la humildad, la pasión y la inteligencia.
En sus últimos años de vida escribió un breve texto tituladoNuestra necesidad de consuelo es insaciable(1952), [véase completo en Contranatura] una especie de testamento literario en el que vuelca su angustia e insatisfacción, su adiós a la vida ante la imposibilidad del ser humano de ser feliz en el mundo moderno: “¿Dónde se encuentra ahora el bosque en el que el ser humano pueda probar que es posible vivir en libertad fuera de las formas congeladas de la sociedad?” . Al comienzo de este impresionante texto encontramos un párrafo que, desde su publicación, aparece ligado a su posteridad: “Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta. No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de dios ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni la astucia del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mi mismo ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.
Stig Dagerman era delgado, tímido y nervioso. Pensaba que la vida era un “viaje imprevisible entre dos lugares inexistentes”’ y que el peor de los males era “tener miedo de los hombres y escribir por dinero”. El propio epitafio soñado por él rezaba así: “Aquí descansa un escritor sueco, cálido por nada, su crimen fue la inocencia, olvidadle pronto”.
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