A James Salter, que era uno de los más grandes escritores americanos de la segunda mitad del siglo XX, el reconocimiento le llegó muy tarde. Una vez me contó que había dado una lectura en una librería de Denver a la que sólo habían asistido dos señoras mayores con pinta de haberse equivocado de sitio, y un viejo vagabundo que no dejaba de toquetear la bolsita marrón donde llevaba la preceptiva botella de licor. Mientras Salter leía fragmentos de sus cuentos y novelas ante aquellas dos señoras -el vagabundo ya se había quedado dormido-, le llegaban los aullidos del público que veía un partido de los Broncos en la televisión. «Así es la gloria literaria», sentenció al final del e-mail donde me contaba aquello.
Susan Sontag
Cuento breve recomendado: “Cántiga de los esponsales”, de Joaquín Machado de Assis
Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.