Nunca debí haberme entretenido en rematar aquella camisa. Nunca debí quedarme hablando con Jennifer. Nunca debí haber perdido la línea 38 del último turno que salía de la maquila. Al subir al autobús, más de una hora después, la noche era ya de una oscuridad densa. Como la de los ojos de aquel conductor que repararon en mí más tiempo del necesario, de una forma que me hizo estremecer.
Pero no supe verlo, como sí lo sospechó una afable señora, la última en descender, quien titubeó para pedirme que la acompañara hasta su domicilio pues no llegaría con la artrosis. Me disculpé con ella, no podía retrasar más el regreso a casa. Mi hermano me esperaba para que le preparara el tupper que tenía que llevarse a la obra. Con una extraña mirada, entre la lástima y la incomprensión, descendió los escalones del autobús para desvanecerse en la inmensa penumbra que parecía haber clausurado el mundo.