Hacía un día nublado, oscuro y algo frío cuando el rápido Berlín-Roma entró en la nave, no muy grande, de la estación. En un cupé de primera clase, con tapetes de puntilla sobre las anchas butacas de felpa, se incorporaba un viajero solitario: Albrecht van der Qualen. Se había despertado. Notaba un sabor soso en la boca y tenía el cuerpo invadido por la sensación poco agradable que genera quedarse parado tras un largo viaje, el enmudecimiento del traqueteo rítmico, el silencio frente al que los sonidos, las llamadas y señales del exterior destacan como si estuvieran extrañamente dotadas de significado… Es un estado parecido a cuando uno vuelve en sí después de una borrachera o una anestesia. De repente, algo ha arrebatado a nuestros nervios el sostén, el ritmo al que se habían entregado, y de pronto se sienten extremadamente incomodados y abandonados. Tanto más si al mismo tiempo despertamos del sordo sueño del viaje.
Relato corto de Thomas Mann: El camino al cementerio
El camino al cementerio transcurría paralelo a la avenida, siempre a su lado, hasta que llegaba a su meta, es decir, al cementerio. Al principio, en el otro lado había viviendas humanas, construcciones suburbiales de nueva planta, algunas de las cuales aún estaban en obras. Más allá se extendían los campos. Por lo que respecta a la avenida, flanqueada de árboles —nudosas hayas de considerable edad—, tenía una mitad asfaltada y la otra sin asfaltar.