Hoy es un día feliz. El Diario Down, en versión libro, es ya una realidad. Al nacimiento del libro se suma otro nacimiento –más meritorio, si cabe, por valiente–, el de la editorial Tolstoievski, con sede en Alicante, un proyecto del escritor y buen amigo Ralph del Valle. Es a él a quien hay que agradecer que mis anotaciones sobre mi hijo Francisco “Chico” puedan leerse en una cuidada y hermosa edición de 124 páginas.
Dieciocho meses después de su nacimiento, no debería sorprenderme en absoluto su conducta ejemplar. Y, sin embargo, sigo haciéndolo; quiero decir: sorprenderme.
Esta mañana, sin ir más lejos, Chico nos ha dado una nueva lección de actitud. Estaba despierto desde muy pronto (dos trabajadores han venido a casa para desinstalar un viejo toldo de la fachada al que se accede desde al salón), y apenas nos ha dado tiempo a darle el desayuno justo antes de partir hacia el estudio de fotografía de mis amigos Rosa Isabel Vázquez y José Antonio Fernández, propietarios de la escuela fotográfica La Máquina, con quienes teníamos una cita para realizar una sesión de fotos.
La empresa española Megalab ha zaherido estos días la sensibilidad de asociaciones y familiares de personas con el síndrome de Down (por no hablar, claro, de las personas que tienen este síndrome, por lo general ricas en sensibilidad). La polémica comenzó con un cartel con el que dicha empresa promocionaba durante un congreso médico las bondades de una prueba genética a la que han venido a llamar Tranquility. Nada que objetar… si no fuera porque dicho cartel estaba ilustrado con la imagen de una niña de corta edad con trisomía del 21; sobre ella, en letras blancas (el blanco es el color de la pureza), podía leerse el eslogan: “El test de ADN fetal no invasivo más completo”.
No hace falta ser Aristóteles para captar el mensaje: “Si no quieres cargar con un hijo con síndrome de Down, hazte nuestra prueba genética”.
Dicen que Napoleón, extasiado ante la colosal imagen de las Pirámides de Egipto, no pudo reprimir una frase lapidaria destinada a sus tropas (y a la posteridad): “Recordad que, desde lo alto de las pirámides, cuarenta siglos os contemplan”. Y sin embargo un amigo mío, de turismo ante la misma estampa, le preguntó a su hijo qué le parecían las pirámides y el chaval se limitó a contestar con cierta desgana: “Grandes”. El ser humano es así: lo que para unos es bandera para otros no pasa de ser un simple trapo.
Comprenderá, doctor, que no es plan. O tengo frío o tengo calor. Sudo mucho, me duelen los músculos y me aflige un cansancio terrible. Me paso todo el día estornudando y tosiendo, y la medicación no hace el menor efecto. Así llevo dos semanas. Dos semanas en las que no me hubiera levantado de la cama si las circunstancias hubieran sido favorables. Pero ¿cuándo son favorables las circunstancias? Nunca. Dígame usted un caso. No lo recuerda, ¿verdad? Pues eso. Como para quedarse uno en cama y curarse de la enfermedad, eso es cosa de aristócratas o de ricos. Si un rico está enfermo, pues se queda en cama y no va a ese día a jugar al golf ni visita a su amante, pero yo… Yo me he convertido en un enfermo crónico. Todo iba relativamente bien hasta que una mañana mi mujer me despertó y me dijo con una voz falsamente tranquila: “Vístete, que he roto aguas”. Somnoliento, fuera de contexto, escuché pasivamente ese pie de diálogo austero, a lo Hemingway. Yo no dije nada, me vestí… y no he vuelto a desvestirme. Ya ve, han pasado nueve meses y aquí sigo, crónicamente vestido con el mono de faena. El niño nació con el síndrome de Down y desde entonces su padre merodea los andurriales de la vida abrazado a las farolas, por no caerme y por recibir algo de luz, como los borrachos, aunque le confieso que yo no tomo una gota de alcohol, nunca la probé, o casi nunca, soy así de raro. Un escritor que no fuma, no bebe y no anda con mujeres malas, como se suele decir. Sí, soy escritor, o lo era. O por decirlo con propiedad: yo estaba destinado a ser escritor, un gran escritor, hasta que mi mujer me pidió aquella mañana que me vistiera… Desde entonces me paso la vida entre médicos (endocrinos, cardiólogos, fisioterapeutas, ginecólogos, pediatras, rehabilitadores…). Unos para mi mujer, otros para el niño y últimamente para mí también. Ese niño que ahora tiene nueve meses es un amor, ese niño al que operaron de una cardiopatía congénita el día que cumplió cinco meses. Y desde entonces, desde hace nueve meses, digo, estoy enfermo. Me fui cansado a las vacaciones, regresé cansado y sigo cansado. Cansado y enfermo. No sería nada grave si no fuera porque tengo que fingir que reboso salud. Así que he de levantarme cada mañana, vestirme (“Vístete, que he roto aguas”), llevar a mi mujer al trabajo, llevar al niño a clases en la Fundación Down, llevar a los perros de paseo (tres veces al día como mínimo, haga frío o calor, diluvie o nieve). Soy un esclavo del verbo “llevar”, soy un llevador profesional, y así, claro, no puede uno escribir una obra maestra ni ponerse malo. Bueno, ponerse malo sí se puede, lo que no puede es curarse. Verá, doctor, lo que realmente me gustaría es irme a casa de mi madre para que me cuide, que me cuide como cuando era un niño y tenía unas décimas de fiebre y entonces yo no me levantaba de la cama en un par de días, porque no tenía perros, ni mujer ni hijos, ni facturas que pagar, solo tenía fiebre, esa fiebre adorable que no mata y te convierte en el destinatario de miles de besos y abrazos. Eso quisiera yo, irme con mi mamá, o mejor aún: regresar al útero materno, esa sauna donde se está tan calentito, donde no hay que llevar a nadie a ninguna parte, donde no hay tareas pendientes, ni agendas que seguir, ni coches que conducir, ni pecados que purgar. El útero materno es el paraíso y todo lo que está fuera es el infierno. ¿No cree usted, doctor?
El niño con síndrome de Down está capacitado para hacer muchas cosas. Puede correr, jugar al fútbol, tocar un instrumento musical, leer cuentos, hacer felices a sus padres (faltaría más). Y con mucho empeño y disciplina acabará por mantener limpia su habitación y en un futuro podrá ser concejal o incluso ministro. En fin, un niño con el síndrome de Down puede hacer, a su ritmo, muchísimas de las cosas que hace un niño cromosómicamente normal. Puede hacerlo… si le dejan sus padres. Los especialistas suelen alertar a los progenitores de los más que posibles problemas que conlleva mimar a un niño down. Exigirle poco, mantenerlo entre algodones, hablar bajito para que el niño no sufra la menor contaminación acústica significa añadirle a la larga un rango mayor de discapacidad. Conclusión (con mis palabras, no con la de los especialistas): padres blandos, hijos tontos.
Hoy, en la sala de espera de la consulta de cardiología del hospital, mientras espero escuchar por el altavoz el nombre y apellidos de mi hijo. Sé que voy a pasar toda la mañana entre médicos, un día más. Una forma como otra cualquiera de terminar la semana, una forma como otra cualquiera de comenzar el mes de agosto.
Estoy leyendo la novela de un escritor español consagrado. Una novela notable y premiada (creo que con motivos) en la que el personaje-narrador, al parecer trasunto del propio autor, escribe al hilo de sus pensamientos. Unos pensamientos enrevesados que suponen –o al menos lo intentan– un acto de exorcismo personal, una suerte de autoanálisis casero que echa mano de la escritura para ahorrarse las facturas del psiquiatra. Son pensamientos similares, con todos los matices que podamos encontrar, a los que me asaltan desde que tengo uso de razón. En definitiva, una novela digna con la que combatir la rutina hospitalaria a la que estoy sometido desde hace más de un año y que ha sido especialmente virulenta en los últimos meses.
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