
Juan Ramón Jiménez, en una página admirable por su extraordinaria plasticidad, describe así a Valle-Inclán como centro y protagonista de una tertulia literaria, rodeado de un variopinto y estupefacto auditorio:
“Y al final de su perorata polícroma, musical, plástica, había siempre una frase dinámica, ascensional, de espesa cauda de oro vivo, que subía, subía entre el coreo y el vítor jenerales y daba en lo más alto de su poder un estallido final, el trueno gordo, como un gran punto redondo, áureo y rojo un instante, negro luego y desvanecido en lo más negro. Valle-Inclán se quedaba abajo enjuto, oscuro, ahumado, en punta a su frase, como un árbol al que un incendio le ha volado la copa, un espantapájaros con rostro de viento, como el castillo quemado de los fuegos de artificio. Todos entonces, camareras, soldados, niños, poetas, que se habían mantenido a distancia por el respeto inconsciente al incendio de la belleza, peligro de vida y muerte, se acocaban a él riendo, y lo zarandeaban un poco de la manga vacía, mirándole al arriba sin corona, con sombrero nada más. Y todavía caían aquí y allá, de sus ojos irónicos y cansados de prestidigitador, de astrólogo, de mago, de brujo, entre su ceceante sonrisa y los hilos cenizos de su barba de cola de caballo, algunas coloridas, débiles, sordas bengalas”.
Juan Ramón Jiménez