Hacía tres meses de la boda y la casa relucía divina con los muebles traídos de las tiendas más selectas de Madrid, lámparas de diseño, alfombras en las que te hundías, chester de piel, radiadores que parecían esculturas de hierro, cajones que se cerraban solos, en fin, estaban orgullosos y satisfechos de su casa recién estrenada. Después de volver de la luna de miel, habían tomado la costumbre de invitar cada fin de semana a un grupo de amigos o familiares a cenar. Cada invitación superaba a la anterior: el menú resultaba más exquisito, la cristalería escogida lucía más, el vino tenía más cuerpo, los invitados cada vez estaban más y más a gusto, la sobremesa se prolongaba más…
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